martes, 18 de febrero de 2014

Las princesas.

-En fin… Hablaremos de las princesas, mejor, tengo la sensación de que ellas son lo único que le importa a usted, esta noche… -sonrió al advertir el movimiento afirmativo que Benito imprimió a su cabeza e hizo una pequeña pausa antes de continuar-. Bien, le transmitiré entonces una de las escasas ideas originales, quizás la única, que he tenido en mi vida, aunque, la verdad, ni siquiera creo que sea muy original. Empecemos, pero antes querría pedirle una cosa. ¿Puedo tutearle?
-Sí, claro.
-Gracias. Así me sentiré más cómodo. Entonces… ¿cómo te gustan las mujeres?
-Morenas.
No, hombre, el pelo da lo mismo, me refería a otra clase de rasgos, ésos que no se pueden teñir.
-¿Por ejemplo?
-Por ejemplo las mujeres listas que saben beber como los hombres.
-Sí.
-¿Le gustan? Quiero decir… ¿Te gustan?
-¿Esas mujeres…? Supongo que sí, sí, me gustan. Teresa era un poco así…
-Muy bien. Entonces, Teresa, quienquiera que sea, circunstancia que no me atañe en absoluto y en la que por tanto no indagaré, estaba hecha de la equívoca materia de las princesas. ¿Por qué equívoca? Porque no se manifiesta mientras el alcohol está ausente de sus venas. Sobrias, resultan bastante corrientes. Chicas brillantes, tenaces, trabajadoras incluso, que se comportan en todo con sensatez. Dieron algún disgusto antes de irse de casa, pero sus madres saben que se las puede dejar solas. Si no se confunde su escaso interés por la ciencia cosmética con falta de feminidad, porque tal vez sean ellas las más femeninas de todas las mujeres, nada hay en su apariencia que las distinga de las demás. Hasta que les pones una copa delante. Perdona, voy a ver si la máquina me ha contestado ya…
Un sonoro taconazo acompañó una súbita expresión de fastidio para indicar a Benito que la máquina no sólo había contestado sino que, además, se había negado a aceptar el cambio. Polibio meditó apenas unos segundos. Luego tiró del cable con un gesto brusco, sacó una maleta de debajo de la barra e introdujo en ella el tablero y todas las fichas, cerrándola después para devolverla a su escondite. Se dedicó a sí mismo una breve sonrisa de satisfacción y regresó por fin, frotándose las manos.
-Es que -comenzó en tono de disculpa- se estaba poniendo bastante pesadita… ¿Por dónde íbamos?
-Les acabas de poner una copa delante.
-Sí, eso es. Tienen una copa delante y se la beben, igual que todas las demás por cierto, pero es entonces cuando comienzan a ser diferentes. Para empezar, entre las otras, mujeres plebeyas, hay muchas que ya no beberán más. Se toman una copa de vez en cuando para animarse un poco, esa expresión más detestable, o porque tiene ganas de marcha, expresión más detestable aún, o atreviéndose a aducir como razones otras tonterías por el estilo. Son muy numerosas, pero carecen casi completamente de valor, así que olvidémoslas, hasta las abstemias son más interesantes. Prosigamos pues con las que se beben una copa detrás de otra. ¿Son todas princesas? No, de ninguna manera. Porque ellas, las más se abandonan a la ebriedad sin método y sin objeto alguno. Nada tan triste como sus patéticos esfuerzos por extraer frutos objetivos de su estado, su falta absoluta de pudor, la misteriosa inhibición de su mediocre inteligencia. Chillan, bailan, se ríen a carcajadas, solas, y luego, en el mejor de los casos, consiguen vomitar y regresan al escenario de sus vanas enajenaciones para meterse de mala manera la blusa dentro de la falda, tratar de enderezar el tacón que se les ha partido durante el trance y reconocer a duras penas el resto de sus pertenencias para irse a casa, dormir mal, unas pocas horas, y declarar a la mañana siguiente que qué noche tan fantástica, y que qué risa, y eso, pobrecitas. En el peor de los casos, los vapores etílicos sólo se esfumarán balo el peso de un cuerpo desconocido, indeseable. Entonces sentirán náuseas, pero ya no podrán vomitar de ninguna forma, y para desconcertar al imbécil que haya pretendido a su vez extraer frutos objetivos de una situación que jamás los produce. En estos casos suele ser generalmente él quien declara a la mañana siguiente lo de qué noche tan fantástica, etcétera. Te darás cuenta de que hemos ido restringiendo márgenes, una estrecha banda, el territorio de las auténticas princesas. Esto es importante porque no existe una técnica más fiable para identificarlas. Aunque estén rodeadas de gente, beberán solas. Y hablarán cuando se les pregunte, comentarán cualquier cosa cuando les parezca conveniente, saludarán a los que llegan y se despedirán de los que se van, pero mientras beben, lenta y metódicamente estarán solas, y rechazarán cualquier compañía. Al rato, advertirás un brillo especial en sus ojos, y una sonrisa absurda, intermitente, que de vez en cuando aflora a sus labios sin causa alguna, sin origen y sin destino. Esa es la señal, la marca de su casta. Entonces se debe renunciar a la última esperanza, porque son princesas, tercas, tenaces y distantes como diosas, mujeres de nadie… Niñas imaginativas, las llamaban en el colegio, fantasiosas incluso. Jugaban mucho solas, de pequeñas, reinventaban en silencio el mundo y todas sus reglas, se fabricaban un universo a su medida. Ahora, de mayores, a veces hablan solas cuando están borrachas, apenas un par de palabras que pronuncian deprisa, para sí mismas, en el breve espacio de una sonrisa. El alcohol les hace daño, y algunas, las más listas, lo saben de sobra, pero no pueden renunciar a él, porque sin él no volverían a ser pequeñas, y la realidad arrasaría hasta los cimientos su vida auténtica, la vida que viven mientras están solas, bebiendo despacio y con método. Las copas engordan y machacan el hígado, pero, como las buenas hadas, conceden a cambio un don infinitamente valioso. Porque mientras haya alcohol en sus venas él siempre será posible.
-¿Quién?
-El príncipe azul.
“Te llamaré Viernes” Almudena Grandes.

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