viernes, 25 de octubre de 2013

Juegos consentidos.

Con la mejilla irritada entre su mano derecha y la sensación de que si la despegaba ésta se caería hecha añicos al suelo, procuraba retener las lágrimas. No desprendía la vista del piso, e inconscientemente observaba cómo sus pies descalzos avanzaban rápidamente entre las hojas mojadas.
Como hace algunos años atrás, cuando bajo los gritos de su madre, ella huía a paso ligero y de morros largos a su lugar favorito del bosque.
Siempre le habían gustado ese tipo de juegos. Enfadarse y desaparecer, para terminar consiguiendo disculpas ajenas que jamás recibiría con exuberante aceptación. Porque era orgullosa y hoy sólo él la conseguía mitigar. Y aquello le asustaba, hasta el punto de dejar de ser. De volverse dura cual roca machacada por el tiempo; opaca y fuerte como el acero.
Sabía el camino de memoria, no le hacia falta mirar por dónde iba para saber a dónde quería llegar.
Los labios le empezaban a tiritar y el frío poco a poco calaba cada uno de sus huesos. Pero estaba cabreada, y eso a penas era foco de preocupación. Todavía resonaba en su cabeza aquel ruido seco y decidido que horas antes había aterrizado sobre su pómulo, aún ruborizado.
"¿Por qué razón lo ha hecho? Sé que me pongo estúpida a veces, pero no tiene motivos para permitirse una cosa así. Jamás".
Seguía caminando sin parar. Sus pies, ya sucios por el fango, enrojecían a causa de la frigidez del ambiente.
Entonces, topó con él. Y fue la primera vez que se dignó a alzar la cabeza. No pudo decir nada, él siempre lo sabía todo de ella.
-De mi no huirás tan fácilmente. No voy a pedirte perdón, sólo que me dejes demostrarte que no volverá a pasar.
Ésta vez giró la cabeza hacia la derecha y por fin logró apartar la mano de la mejilla, caliente y avergonzada.
-Estás interrumpiendo mi camino, como siempre has hecho. Y ese es mi problema, que jamás te lo he impedido.
Hizo amago de rodearle por la izquierda pero él fue más rápido. La sujetó del brazo sin demasiado esfuerzo y ella, una vez más, se dejó hacer.
Su pulgar fue limpiando todas y cada una de las lágrimas que emergían de aquellos cristalinos ojos verdes. Que se volvían grandes y vulnerables en su presencia. Llenos de esperanza, convencidos de que nada malo les pasaría mientras fuera él quien los cuidara.
Y así, apartando las distancias con el rostro, él se acercó a sus fríos labios y abandonó aquel beso en un cálido abrazo, donde ambos pudieron desahogar suspiros cargados de inseguridad. Y darse cuenta de que no habían existido dos personas que tuvieran tal certeza de conocerse de verdad.


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