Con la mejilla irritada entre su mano derecha y la sensación de que si la despegaba ésta se caería hecha añicos al suelo, procuraba retener las lágrimas. No desprendía la vista del piso, e inconscientemente observaba cómo sus pies descalzos avanzaban rápidamente entre las hojas mojadas.
Como hace algunos años atrás, cuando bajo los gritos de su madre, ella huía a paso ligero y de morros largos a su lugar favorito del bosque.
Siempre le habían gustado ese tipo de juegos. Enfadarse y desaparecer, para terminar consiguiendo disculpas ajenas que jamás recibiría con exuberante aceptación. Porque era orgullosa y hoy sólo él la conseguía mitigar. Y aquello le asustaba, hasta el punto de dejar de ser. De volverse dura cual roca machacada por el tiempo; opaca y fuerte como el acero.
Sabía el camino de memoria, no le hacia falta mirar por dónde iba para saber a dónde quería llegar.
Los labios le empezaban a tiritar y el frío poco a poco calaba cada uno de sus huesos. Pero estaba cabreada, y eso a penas era foco de preocupación. Todavía resonaba en su cabeza aquel ruido seco y decidido que horas antes había aterrizado sobre su pómulo, aún ruborizado.
"¿Por qué razón lo ha hecho? Sé que me pongo estúpida a veces, pero no tiene motivos para permitirse una cosa así. Jamás".
Seguía caminando sin parar. Sus pies, ya sucios por el fango, enrojecían a causa de la frigidez del ambiente.
Entonces, topó con él. Y fue la primera vez que se dignó a alzar la cabeza. No pudo decir nada, él siempre lo sabía todo de ella.
-De mi no huirás tan fácilmente. No voy a pedirte perdón, sólo que me dejes demostrarte que no volverá a pasar.
Ésta vez giró la cabeza hacia la derecha y por fin logró apartar la mano de la mejilla, caliente y avergonzada.
-Estás interrumpiendo mi camino, como siempre has hecho. Y ese es mi problema, que jamás te lo he impedido.
Hizo amago de rodearle por la izquierda pero él fue más rápido. La sujetó del brazo sin demasiado esfuerzo y ella, una vez más, se dejó hacer.
Su pulgar fue limpiando todas y cada una de las lágrimas que emergían de aquellos cristalinos ojos verdes. Que se volvían grandes y vulnerables en su presencia. Llenos de esperanza, convencidos de que nada malo les pasaría mientras fuera él quien los cuidara.
Y así, apartando las distancias con el rostro, él se acercó a sus fríos labios y abandonó aquel beso en un cálido abrazo, donde ambos pudieron desahogar suspiros cargados de inseguridad. Y darse cuenta de que no habían existido dos personas que tuvieran tal certeza de conocerse de verdad.
Como hace algunos años atrás, cuando bajo los gritos de su madre, ella huía a paso ligero y de morros largos a su lugar favorito del bosque.
Siempre le habían gustado ese tipo de juegos. Enfadarse y desaparecer, para terminar consiguiendo disculpas ajenas que jamás recibiría con exuberante aceptación. Porque era orgullosa y hoy sólo él la conseguía mitigar. Y aquello le asustaba, hasta el punto de dejar de ser. De volverse dura cual roca machacada por el tiempo; opaca y fuerte como el acero.
Sabía el camino de memoria, no le hacia falta mirar por dónde iba para saber a dónde quería llegar.
Los labios le empezaban a tiritar y el frío poco a poco calaba cada uno de sus huesos. Pero estaba cabreada, y eso a penas era foco de preocupación. Todavía resonaba en su cabeza aquel ruido seco y decidido que horas antes había aterrizado sobre su pómulo, aún ruborizado.
"¿Por qué razón lo ha hecho? Sé que me pongo estúpida a veces, pero no tiene motivos para permitirse una cosa así. Jamás".
Seguía caminando sin parar. Sus pies, ya sucios por el fango, enrojecían a causa de la frigidez del ambiente.
Entonces, topó con él. Y fue la primera vez que se dignó a alzar la cabeza. No pudo decir nada, él siempre lo sabía todo de ella.
-De mi no huirás tan fácilmente. No voy a pedirte perdón, sólo que me dejes demostrarte que no volverá a pasar.
Ésta vez giró la cabeza hacia la derecha y por fin logró apartar la mano de la mejilla, caliente y avergonzada.
-Estás interrumpiendo mi camino, como siempre has hecho. Y ese es mi problema, que jamás te lo he impedido.
Hizo amago de rodearle por la izquierda pero él fue más rápido. La sujetó del brazo sin demasiado esfuerzo y ella, una vez más, se dejó hacer.
Su pulgar fue limpiando todas y cada una de las lágrimas que emergían de aquellos cristalinos ojos verdes. Que se volvían grandes y vulnerables en su presencia. Llenos de esperanza, convencidos de que nada malo les pasaría mientras fuera él quien los cuidara.
Y así, apartando las distancias con el rostro, él se acercó a sus fríos labios y abandonó aquel beso en un cálido abrazo, donde ambos pudieron desahogar suspiros cargados de inseguridad. Y darse cuenta de que no habían existido dos personas que tuvieran tal certeza de conocerse de verdad.
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